Uno de los placeres de mi vida es despertar en Naturalia, dicha recientemente escasa. Escuchar a las perritas corriendo en el corredor, ansiosas por verme aparecer en la puerta, no querer abandonar la cama a pesar de despertar desde las seis, sentir la indulgencia del campo y la naturaleza.
Ese día era un privilegio como todas aquellas mañanas. Logré salir de la tibieza de las cobijas, un plumón europeo por encima y una ecuatoriana peluda por debajo, el complemento perfecto entre el norte y el sur. Al abrir la puerta sentí la belleza del lugar, sorprendiéndome cada día como si fuera el primero, además de las paticas intensas que saltaban sobre mí con gemidos de felicidad.
Pasaban las ocho, ya era hora de alimentarlas. Fue así como me dirigí al cuarto de los gatos, por la comida de las perras. En mi camino estaban las palomas expectantes por maíz, el cual no volví a comprar porque en el remolino reciente o constante de mi vida, había desaparecido de la lista de compras, incluso habían desaparecido por completo las compras.
Cuando la vi, lancé un grito como de película de terror, completamente femenino y aterrorizado. Sin embargo, de la misma forma en que he tratado de resolver tantos problemas, inmediatamente tomé el control de la situación. ¿Qué debía hacer con ella? Era un cadáver, tenía que sepultarla.
Primero examiné qué tipo de animal era. No era una rata, era más grande, su cara era más alargada, las patas grandes y carnosas, la cola larga y enroscada, ojos pequeños e inocentes, abiertos… y unas cuantas moscas a su alrededor.
Era una zarigüella, una “chucha”. Más bien una “chuchita”, porque a pesar de ser más grande que una rata, creo que era pequeña, quizá una infante o cachorra… ¿cómo se le dice a los niños de los animales?
Nunca había visto de cerca una de su especie, pero sí en fotografías y en campañas de “no matemos a las zarigüellas”. La gente normalmente las desprecia porque las consideran feas y se comen las gallinas, aunque algunas personas se las comen a ellas…
Alguien me dijo en una ocasión: “vivir en el campo es convivir con la muerte”. Ese día no solo la tuve cerca, sino que fui sepulturera. Mi herramienta: la pala, la cual nunca había usado. Hice un hoyo en un lugar alejado de la casa, profundo para que las perras no la alcanzaran. Como el animal era pequeño, no debí cavar demasiado, pero fue suficiente para mí… era la primera vez que debía desaparecer un cadáver.
Fue impresionante, pero en el fondo me sentí valiente. Cumplí con mi deber, hasta sin ser católica me eché la bendición por la “chuchita” que fue a encontrar la muerte en mi casa, mi Naturalia. Había algo sagrado en ese cuerpecito inerte.
Me quedó un leve trauma por todo el proceso, pero también una curiosidad. ¿Cuál fue el motivo del deceso? ¿Serían las perras? No tenía señales de agresión, heridas o sangre alguna. Tampoco eran los gatos, esos nunca fueron valientes ni habilidosos, al fin y al cabo venían de un apartamento en la ciudad. Algo no encajaba.
Bañarme era la mejor idea para superar el suceso, hacer una pausa y empezar nuevamente el día, supongo que los enterradores se bañan cuando llegan a su casa para quitarse esa esencia a muerte. El teléfono sonó tan insistentemente que me sacó de la ducha… terminé de enjuagarme como pude y salí en toalla al corredor de la casa a contestar . Era Laura muy alterada: ¡Mami! ¡Mami! ¡Desentierre ya la zarigüella!
María Alejandra había dicho que posiblemente era un infarto, el Flaco no había escuchado el audio de WhatsApp, mi mamá quedó intrigada y dijo como siempre: “Natalia, es que vos sos muy verraquita”. Sin embargo Laura, llena de información y datos curiosos, al escuchar la historia contada por mi mamá, entró en pánico.
Las zarigüellas se hacen las muertas cuando sienten el peligro. Me lo contó angustiada en ese momento y lo pude confirmar con alguna información de internet. No tenía otra opción: debía desenterrarla. No soportaba la idea de que el animal estuviera asfixiado por mi culpa, sin embargo decidí desayunar primero porque no sabía que iba a pasar con mi apetito después del “desentierro”.
Botas pantaneras, pala en mano y de nuevo a enfrentarme con el marsupial que me robó la mañana. ¿Estaría viva? ¿Se habría desenterrado ella misma? ¿Por qué tenía moscas? ¿Podría ser tan buena actriz? ¿Sus signos vitales se detenían como un mecanismo de defensa? Yo deseaba no haber sido la causante de que abandonara este mundo.
Esta vez cavé de nuevo con mucho cuidado, no quería degollarla o lastimarla. Rogaba porque no estuviera ahí… pero sí estaba. Primero logré ver la punta de su hocico, con bigotes y todo, luego las carnosas patas, luego toda completa. La miré a los ojos y la vi muy muerta.
La lancé al bosque, donde pudiera revivir y correr de nuevo sin amenazas. Era su decisión continuar muerta o seguir viviendo…