Este era el plan: Guillermo reclamaba los resultados, que no salían hasta el día siguiente, luego nos encontrábamos en el centro de la ciudad y juntos abríamos el sobre para averiguar si ya éramos padres o nos habíamos salvado. Éramos ingenuos, irresponsables, soñadores.
Cómo extraño esas épocas en las que lograba dormir toda la noche, inclusive estando a la expectativa de una noticia de semejantes proporciones. La insolencia de la juventud, la ignorancia ante la dimensión de los hechos y una fe en el destino que envidiaría cualquier predicador, esos fueron los susurros que me arrullaron.
La anestesia duró hasta el momento en el que el sobre llegó a mis manos. Estaba sentada en aquella cafetería en la Avenida La Playa, con mi primer y único novio al frente, que me miraba ansioso con ojos nobles.
Él tenía 21 años, trabajaba en una cadena de comidas rápidas y cargaba las consecuencias de tener un padre ausente. Yo estaba en el último año de colegio, todo me quedaba “chiquito”, era un tren al que nada iba a detener. Nos conocimos en un “parche” de metaleros en las Torres de Bomboná. Me habían gustado los mechones de su pelo negro crespo, como dice la canción de Alejandra Guzmán.
Decidida como siempre, lo abrí sin demoras. Miraba por todos lados aquel papel y no encontraba información alguna sobre mi estado, necesitaba esa respuesta contundente… sí o no, el embarazo no se va con rodeos. La marca de aquella impresora de tinta era tenue, el documento estaba desordenado, o simplemente mi inconsciente no era tan determinado y tenía miedo de conocer el dictamen.
Estaba en todo el centro, en un cuadrito algo desteñido, Guillermo lo señaló para mí y decía: En suero: positivo.
Ese instante fue atemporal, todavía está ocurriendo y nunca parará. Ese momento guarda la conexión más fuerte que tengo con un ser humano. De ahí en adelante cada capítulo de mi historia ha sido “en suero: positivo”.