Las puertas metálicas se cerraron en aquél camión hermético, era de noche, todo quedó en penumbra y el carro comenzó a moverse lentamente. Los niños gritábamos y golpeábamos las paredes gruesas y metálicas, teníamos entre siete y once años… una gallada de ocho pelaos del barrio que en ese momento dejaba las calles en silencio porque sus gritos no podían ser escuchados.
El conductor: Alberto. Trabajaba en una carnicería y aquél día luego de desocupar su camión de cerdos, reses y sangre, decidió llenarlo con los niños que encontró, luego de haberlo lavado, por supuesto. Alberto era especialmente fuerte, sus bíceps eran duros como el metal de este carro, alto, blanco, no llegaba a los 40 años y hablaba un tanto enredado. Cuando no andaba en su camión, se le veía moverse en bicicleta por aquellas calles por las que ahora llevaba niños de manera clandestina, como una especie de flautista de Hamelin.
No llegamos muy lejos, unas cuantas cuadras fueron suficientes. Sin embargo, Alberto anduvo despacio, como si fuera consciente de que a la carne que llevaba todavía le corría sangre caliente en las venas.
Luego de que gritamos y gritamos durante el recorrido, se abrieron las puertas. Habíamos llegado al final de nuestro destino aquella noche. Tristemente el parqueadero no quedaba lejos de donde nos montamos, y aquella aventura tan genial debía esperar hasta que Alberto quisiera darnos el paseo otra vez.
Regresamos todos caminando a casa, atesorando los pequeños momentos de euforia infantil en el camión oscuro. Alberto se reía al ver cómo disfrutábamos y seguramente satisfecho de habernos proveído semejante dicha.
Pocos años después escuché la noticia de que había sido atropellado mientras iba en su bicicleta, y murió. Espero que en el cielo contara más lo felices que nos hizo en esos pequeños viajes, que los cadáveres de animales que transportó.