Nuestra época de rebeldía había comenzado. Ya hace rato habíamos reclamado el derecho de no ir a misa, aunque las abuelitas y tíos se sintieran decepcionados. También gozábamos de un respiro de tener que acompañar a mi papá en su búsqueda de un grupo que satisficiera sus insaciables inquietudes espirituales. Paula y yo, adolescentes hambrientas de mundo, hacíamos valer ese libre albedrío que se nos había concedido por gracia divina, para vivir al máximo, lejos de los límites de la religión.
Es por eso que no nos explicamos cómo fue que fuimos a parar ese día a ese lugar tan perturbador. Por qué dedicamos un domingo de nuestra preciada juventud a convivir en un ágape religioso. Qué clase de discurso o de engaño nos tuvo que decir nuestra tía Cristina para convencernos de llegar, por nuestra propia cuenta, a ese lugar llamado Verbum Dei, que aún existe en la carrera Girardot y del cual su letrero me hace rememorar constantemente esta anécdota.
Los recuerdos son vagos, pero el sentimiento certero. La jornada comenzó temprano en la mañana. Había varias niñas de nuestra edad, entre los 13 y 18 años más o menos. Quizá algunas en la misma condición de visitantes desorientadas. Y estaban las otras, las misioneras. Esas impúberes que apenas en el inicio del descubrimiento de la vida decían saber cuál era su propósito. Las que no querían conocer chicos, sentarse en los andenes que rompen bluyines a reírse de tonterías, tomar vino dulce y barato, probar el cigarrillo, presentar contraseñas falsas para entrar a una discoteca, brincar en un pogo, sentirse libres y ser insolentes.
No, ellas habían escuchado el “llamado de Dios” y nos invitaban a escucharlo también. Había una en especial que parecía ser la líder y al mirarla te daba la sensación de que todo lo que decían era cierto y que de verdad era posible que Dios te llamara para que le entregaras su vida. Como si no te la hubiera regalado y fueras solo un capricho de sus intereses. Pero… ¿Cómo decirle que no a Dios? Si te llama, ¿cómo hacerte la que no escuchaste y vivir el resto de tu vida como una de sus hijas pródigas?
Al mirar a Paula reconocí en su cara el mismo temor profundo. ¿Cuándo nos llamará? ¿Será que no puede esperarse algunos años a que hayamos vivido un poco más? Quizá poder vivir la universidad o perder la virginidad…
El día avanzaba entre canciones, actividades, conversaciones y testimonios sobre las experiencias místicas de las misiones. Aquella angustia crecía cada vez más. Quizá Dios aprovecharía que estábamos allí más cerca de él para llamarnos, quizá ese día cambiaría por completo el resto de nuestras vidas, quizá el ímpetu de la juventud loca había llegado hasta ese domingo.
Salimos en la tarde. Caminamos a tomar el bus de regreso a casa y aún no lográbamos compartir aquello que sentíamos. Confesar las ganas de hacerte la sorda ante el llamado divino no era muy aceptable, supongo que ella sentía lo mismo, éramos rebeldes pero nos quedaba bastante moral cristiana. Mientras el Manrique 061 avanzaba empezamos a conversar más sobre lo ocurrido. ¿Por qué fuimos a parar allá? ¿Quizá eso ya contaba como llamado? Teníamos más preguntas que respuestas y el sentimiento de domingo en la tarde hacía que todo fuera más agobiante.
Finalmente abrimos la puerta. Por fortuna no había nadie más en casa. Corrimos desesperadas hacia esa vieja grabadora y pusimos Veracruz Stereo a todo volumen. Cualquier canción de rock que sonara nos serviría para alejar el llamado de Dios. Decíamos “seamos malas”, en un intento desesperado por recuperar nuestra vida que apenas comenzaba. Bailamos desinhibidas al ritmo que marcara el cuerpo. “Que no nos llame” “Que no nos llame”, decíamos entre risas nerviosas.
Solo queríamos una tregua. Por favor Dios, no me llames, que yo te llamo.